Los templos contienen en sus entrañas el hechizo de la benevolencia, la redimición de las almas a las paz interior y el silencio necesario para decender los parpados unos minutos y probar con un sueño ligero, la paz del sueño eterno, resguardado por la atmósfera secular y fresca del entorno, olor a nardos e incienso, a flores de plástico y maderas viejas, a vestuarios percudidos y almas cansadas.
Los templos lláman siempre, abren sus puertas de manera sobria y serena, cálida, amable, solemne, misteriosa pero pasificadora dogmáticamente.
Los techos altos te dicen que todo cabe ahí, que entres y te sientes o te hinques , que te entregues a la recuperación de la fe propia, de la fe por alguien o algo, de la fe por la fe misma, amén. No importa la religión, o el dios, el llamado es el mismo. Estricto al sentimentalismo, a la nostalgia, al anhelo, al añoro, a la suplica, a la liberación del llanto o cuando menos de algunas lagrimas que limpien las culpas o los pecados, según que sea el caso. Y sirvan de ungüento, de bálsamo, de analgésico en el menor de los casos, para aligerar los estragos de las heridas, de las cruzadas, de las llagas familiares, o de los estigmas propios y ajenos. También se alenta bajo estos techos colmados de brocados, pinturas celestiales, y de sobriedad absoluta, el abandono de los fantasmas verbales, aquellos cicatrizados y todos los que sin artimañas y de manera directa logran enquistarse en nuestras mentes, fabricando memorias perversas, sádicas, destructivas.
Los templos recuperan en su interior seguro, sacro y protector, la naturaleza y la inocencia de los niños que habitan dentro de los adultos mayores. Por eso son tantos los que acuden en esta etapa de la vida a orar, a implorar rezos, a soltar pláticas diminutas o gigantes conversaciones en murmullos a un dios, a su dios o a su santo de predilección. Y esto los acoge y seduce como niños tras dulces y globos de colores, por eso llegan como infantes jubilosos, deseosos de una rebanada de amor celestial, de un trozo de complicidad eucarística, de un puñado de paz eterna, de entendimiento y aceptación. Y eso a todos se les nota a la distancia, entre mas infancia van recuperando, más sobrados y colgados les quedan los trajes o los vestidos, y es notorio también que la piel le va quedando grande al cuerpo, por eso las arrugas, la holgades y la dificultad al andar y al hablar.
Así los templos van teniendo renovación de visitantes, bebés en los brazos de alguien para tomar el lugar de los ansíanos que ya no tuvieron brazos que los trajeran de nuevo, un día más, a otro rezo, a otra bendición. Se elavoran bacantes que de uno u otro modo siempre alguien llega a ocupar, por lo regular en la misma estapa de la vida en la que la abandono el finado, y no me refiero a una edad cronológica, sino a la necesidad de un lugar así, donde la reflexión alcance un nivel supremo y satisfactorio que permite hablar de tú a tú con aquel al que muchos llaman dios. Y de este modo allar el boleto que se busca durante toda la vida para que la terminarla pase uno al asiento de la paz. Quiza por eso un templo es o puede ser también, una montaña, el mar, un jardín o el lecho personal donde uno pasa de un sueño terrenal al eterno con una sonrisa que manifiesta, esta vida la viví como pude y finalmente fuí feliz.
Los techos altos te dicen que todo cabe ahí, que entres y te sientes o te hinques , que te entregues a la recuperación de la fe propia, de la fe por alguien o algo, de la fe por la fe misma, amén. No importa la religión, o el dios, el llamado es el mismo. Estricto al sentimentalismo, a la nostalgia, al anhelo, al añoro, a la suplica, a la liberación del llanto o cuando menos de algunas lagrimas que limpien las culpas o los pecados, según que sea el caso. Y sirvan de ungüento, de bálsamo, de analgésico en el menor de los casos, para aligerar los estragos de las heridas, de las cruzadas, de las llagas familiares, o de los estigmas propios y ajenos. También se alenta bajo estos techos colmados de brocados, pinturas celestiales, y de sobriedad absoluta, el abandono de los fantasmas verbales, aquellos cicatrizados y todos los que sin artimañas y de manera directa logran enquistarse en nuestras mentes, fabricando memorias perversas, sádicas, destructivas.
Los templos recuperan en su interior seguro, sacro y protector, la naturaleza y la inocencia de los niños que habitan dentro de los adultos mayores. Por eso son tantos los que acuden en esta etapa de la vida a orar, a implorar rezos, a soltar pláticas diminutas o gigantes conversaciones en murmullos a un dios, a su dios o a su santo de predilección. Y esto los acoge y seduce como niños tras dulces y globos de colores, por eso llegan como infantes jubilosos, deseosos de una rebanada de amor celestial, de un trozo de complicidad eucarística, de un puñado de paz eterna, de entendimiento y aceptación. Y eso a todos se les nota a la distancia, entre mas infancia van recuperando, más sobrados y colgados les quedan los trajes o los vestidos, y es notorio también que la piel le va quedando grande al cuerpo, por eso las arrugas, la holgades y la dificultad al andar y al hablar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario